sábado, 25 de julio de 2015

Descansa (Cap. IV)

(IV)   

Un líquido frío me corre desde la nuca hasta las nalgas, haciéndome vibrar instintivamente; aquello me libera de mi propia mente surrealista a la que estoy condenado. Miro hacia arriba para descubrir a mi benefactor, resultando ser Garrido.  

—Bien hecho Alejandro. —Sonrío— ¿te diviertes?  

—No te haces una idea.   

   Si cuándo llegué tenía mal aspecto, ahora está directamente para echarle a la basura. —Yo que me alegro. —Levantándome del asiento, me despido de él.— No bebas mucho más.   

   Llego a casa a las cuatro de la madrugada. En la vía todo está sereno, me gusta librar los martes, las calles suelen estar vacías en la víspera de mis ridículas vacaciones. Lloviznaba mansamente sin hacer demasiado frío; el suficiente para que tuviese una sensación de sosiego interior. Si a eso último le sumas el ámbar de las farolas, en contraste con el umbroso azul, te llegas a abandonar a una profunda quietud que inunda el alma. Alcanzo el portal; hoy no tenía que caminar entre jóvenes borrachuzos obstruyendo el rellano.  

   Me quedaré en pura vigilia, hasta que transcurra un lapso de tiempo decoroso para ver a Ernesto; si lo encuentro en casa, claro, ¿qué hará durante todo el tiempo que pasa fuera? Todavía estoy de pie en el mismo punto con las llaves en la mano. Sacudo la cabeza para descontaminarme y abro la puerta. Me pongo cómodo; enciendo la televisión y me quedo mirando canales aleatorios...
  

—Escalera; lo siento. —dice sonriendo el francés— Ahh, el placer del vencedor. —sonrió. —Siempre lo es para ti—, se apresura a decir Rodrigo con su briosa risa ronca a modo de rugido. —Cierto, cierto. Venga, Ernesto, no te angusties. En la próxima podrás recuperar algo; aunque con lo que te has jugado, pasará mucho antes de haber una próxima. —Al decir esto se dirige en tono jocoso al último camarada en pronunciarse, detonando la carcajada entre los siete que rodean la mesa de la partida, incluyendo al infeliz de Ernesto, suman ocho esta noche.   

   Son más de las doce en un pub decorado con la firme intención de rememorar los antiguos salones del salvaje oeste. La nacionalidad francesa del empresario no impedía que consiguiese su propósito. La pasión adquirida por este país se nota en el ambiente. El suelo, el techo, las paredes decoradas con armas antiguas además de huesos de animales, todo ello recubierto de una oscurecida madera que cruje al pisar. Hay dos pisos, la primera planta la constituyen unas cuantas mesas redondas dispuestas en la esquina derecha; en la izquierda suena la pianola, imprescindible para ese matiz de reliquia. En la segunda, rodeada por una baranda: las habitaciones.  

   Se realizan actuaciones diversas destacando los duelos entre forajidos de un realismo admirable, en las que evocan personajes tan célebres como el temible Jesse James. Para dar más autenticidad y espectáculo, suelen bailar jovencitas ataviadas como una de las chicas de compañía de Pearl de Vere, en un escenario de cortinas bermellones. Por último, y como elemento estrella, las timbas de póker, pasión de Louis.  

—Primero tendrás que pagarme, claro... —se dirige a mí en tono sumamente grave.— … Es una cantidad considerable. 

   Sus grandes ojos redondos no se apartan de los míos.—Lo tendrás, Louis. —¿reunir esa cantidad? ni por mucho cuartel que me dé…, pero..., o digo algo, o de aquí salgo en caja de pino.   

—Claro que lo tendré. Tienes cara de padre de familia. Me encantan las familias, y por eso te doy un mes para reunir los seis mil de hoy, ¡Ay, el no saber retirarse a tiempo! Un mes. No más. 

   Un mes.   No llego a ganar ni el veinte por ciento de esa cantidad en ese plazo, ¡Joder!, si no entrego… sólo de pensarlo me… ¡Dios! ¡Pero cómo puedo ser tan gilipollas! Mis codos se clavan en la mesa y entierro la cara entre entre mis largos y ganchudos dedos. Se palpa la desesperación que me corroe como la ponzoña. 
  
—Róbalo, tima a quien sea, lo que te salga de los huevos. Pero no quiero oír una puta mala noticia. ¡Callaos, hostias! —los siervos del francés comenzaron a revolucionarse maquinando ya todo tipo de sadismos.— Tranquilidad. Venga, Ernesto, a tu puta casa ya. No te quiero ver más la cara por hoy.  

   Un bramido penetrante se escucha en los barrios colindantes al mesón; seguidamente, un hombre medio desnudo corre por la vía preso de la desesperación. Tropieza, se levanta, continúa, y vuelve a estrellarse. A la claridad de las zonas iluminadas, vemos a un varón, alto, moreno, fornido, velloso salvo en el afeitado cuero cabelludo; un varón que no pasa de los cuarenta, totalmente envejecido. Lleva el padecimiento trazado en el rostro.  

   Atormentado, se dirige a toda velocidad a la vivienda de su hermano. Son las cinco de la mañana, estamos a mediados de septiembre.  

  Lidia duerme en su cama de matrimonio; escucha el timbre y su tronco se dobla bruscamente, impaciente por saber si es su marido el que llama, deseando que lo sea. Corre al segundo toque de timbre; se tropieza por el galope sobre las pulidas losas. De un brusco tirón abre la puerta emocionada.  

  Es Samuel, el ultimo ser que desea ver. Allí están los dos, uno frente al otro, en un silencio sepulcral provocado por la decepción, ninguno de ellos se esperaban.   

  Cinco segundos, sólo cinco segundos en los que él observa, ella observa.   

  Samuel de pie en el quicio de la puerta brillando con luz propia; la sudoración le gotea por toda la piel brotando más a cada instante, la respiración agitada, la angustia en el rostro pálido por el espanto.  
  Lidia delante de él, de pie también, sujetando la puerta; la boca abierta por la terrible decepción. No comprende absolutamente nada.

De repente, la explosión. 

  Irrumpo en la casa; no espero a ningún sonido, ningún consentimiento, la aparto de mi camino, a toda velocidad arrasando por el estrecho pasillo, tirándolo todo. Busco la habitación; busco a Ernesto. 

—¡Fuera, márchate, fuera! —Lidia reacciona, sale del impacto, va en mi busca, apoyándose en la pared para no estrellarse. Siento la presión de su peso en la columna, sus golpes. Echo hacia atrás el brazo y la agarro del camisón de raso, alzándola en el aire como quien coge a un gato por el pescuezo; y la suelto en el suelo, quedándose tirada, rota, con el orgullo hecho mil pedazos. Rompe en un llanto ronco, dando golpes al suelo, lanzando alaridos. La veo abandonarse agazapada en la cerámica. Me gustaría hacer algo, pero no aceptaría mi ayuda, entonces ¿para qué? 
  
—¿Dónde está Ernesto? —Me mira fulminante; sus pupilas dilatadas se posan en las mías furiosas deseando mi muerte.

—¡No lo sé, quisiera saberlo, pero no lo sé!, ¡aunque estuviera aquí no te lo diría nunca, hijo de puta!, ¡creía que era él quien llamaba, creía qué…! 

   De sus ojos brotaban lágrimas gruesas, ni siquiera podrá distinguirme. Se arrodilla, apoyando su fino cuerpo en sus brazos fuertes, los más hercúleos que he visto en una mujer; permanece callada uno, dos, tres… 

—Márchate de mi casa, ¿no ves que no está?, ¿no lo ves? ¡No es-tá!

…segundos. 

   Me persigue en mi propia casa, me la invade, me pregunta por Ernesto de madrugada, inaceptable. No sé dónde…, no sé de él, no sé donde…  

—¡Mamá!, 

   Se levanta alejándose de mí, huyendo al pasillo totalmente enajenada; se sujeta la cara con las manos. Entre sus dedos alcanzo a ver uno de sus ojos verdes, abierto descomunalmente. Se restriega nerviosamente las palmas de las manos sobre el rostro. Edgar y Luis, levantados, no le quitan los ojos de encima. Nerviosos gritan su nombre, corren hacia ella y tiran de su ropa. No se inmuta, sigue exactamente igual, en trance. 

   Baja las manos lentamente con la vista perdida, su semblante húmedo por las lágrimas, mucosidad y saliva. Balbuceando, comienza a hablar a nadie. 

—Mi juventud, toda mi vida…—se da la vuelta, apoya sus manos abiertas en la pared y golpea con fiereza su frente en el gotéele amarillento. 
  
—¡Le he dado toda mi vida, mi mejor momento, mi juventud, dos hijos maldita sea, le he dado dos hijos que más quiere de mí!, que más quiere maldi…— resbala por la superficie vertical, dejando un reguero sanguinolento. 

   En ese momento, el tiempo pasa diez mil veces más lento. Veo a la mujer en un estado más allá de la ira, más allá del desengaño; ahogada por el ansia, sus pequeños aúllan sin consuelo, asustados por la actitud de su madre. No espero más. Antes de que se desplome, antes de que los mellizos taponen el camino, reacciono para poder evitar el desplome de mi cuñada. 

  Se elimina la cámara lenta. Ya la tengo sujeta, no hay angustia, la tengo. Respiro profundamente; el esfuerzo ha hecho que vuelva a sudar. Con la mano libre, llamo a los niños; se acercan acongojados. 
—Traed un trapito para mamá, buscad en la cocina. —Los veo irse y traer en un tiempo eficiente el recado. Se arrodillan a ambos lados de mí, concentrados en lo que hago, atentos a su madre. Le limpio la sangre cuidadosamente de la frente, no se ha hecho mucho, sólo leves rozaduras. La levanto en alza, llevándola sin esfuerzo a su cama desangelada; la tumbo, la cubro con las mantas y me dirijo a mis sobrinos que no han dejado de seguirme nerviosos. 

—No pasa nada, tranquilos; ya está todo bien, claro que…—Esto último lo dije agachándome, poniéndome a la altura de ellos, lo más próximo y cómplice que supe— Necesita descansar muchísimo, no queréis que le vuelva a pasar ¿verdad?, no queréis que vuelva a hacerse daño, ¿verdad? —Niegan efusivamente— Claro que no. Vamos a hacer una cosa, os vais a meter en la cama grande, pegaditos a ella, para que no esté sola y no se ponga triste.
  
   Hago el saludo militar para que rían, liberen tensiones, y puedan intentar volver a dormirse. Hoy pase lo que pase, tengo la conciencia tranquila. Los tapo bien a los tres; cierro las ventanas y las persianas, y dejo una nota en la mesilla para Lidia: 

‘’Llevo encima el móvil y un juego de llaves de tu casa, llámame si ocurre algo. Sé que me odias; a mí no me hace nada de gracia tampoco. Hazlo por ellos.” 

lunes, 13 de julio de 2015

Descansa (Cap. III)

(III)

En casa llamo al psicólogo del seguro, no es una maravilla, pero tampoco necesito que lo sea, sólo alguien a quien contárselo servirá. La alternativa al vendedor de humo era Ernesto, y no sabía exactamente cómo sacar el tema, la verdad.

Son las cuatro. En menos de un cuarto de hora me planto en la sala de espera del consultorio. No hay nadie, así que me llaman prácticamente de inmediato, cuando le expongo mi caso me bombardea de preguntas manidas y predecibles sobre mi infancia y doscientas chorradas más.

—Julio..., mmm, con todos mis respetos, estamos perdiendo el tiempo. Yo sólo quiero que me convenza, de qué y cómo lo haga, me da igual sirve para quedarme tranquilo, y con tanta preguntita me pone nervioso.

Julio se levanta pesadamente, no es para menos viniendo de un hombre monumental, no había visto a un individuo así desde mi sargento: titánico, velludo, con una voz serena, sosegada que se hacía escuchar. Abre una pequeña caja negra con gesto recio—como si estuviese calculando la masa del objeto—para ofrecerme un Habano con su mano poderosa. Lo acepto extrañado, ¿no estaba prohibido fumar en salas? Charlamos durante horas, siendo consciente de que se trataba de alguna maña para ver si soltaba algo de interés. Me daba igual, hacía mucho que nadie conversaba conmigo con tanto interés.

—Así que caza.

—Desde los 11 años. Bueno, desde los 11 años acompañando a mi padre, que en paz descanse, hasta que empecé a coger un arma con dieciocho. Me enseñó todo lo que sé. Hace varios meses que no...

—¿Y su hermano?

—... voy al coto.

—¿Mi hermano?, no, a mi hermano no… Quiero decir, él es más…, más naturalista, por ponerlo de alguna manera. No congeniaba muy bien con él. No paro de hablar. Julio escribe anotaciones vertiginosamente, me pone nervioso.

—¿Celos fuera de lo usual?

—Sí, bueno, siempre hubo rencillas, Ernesto es algo difícil de llevar. Pero como en las mejores casas, supongo. Salvo que no en todas uno se obsesiona con coser a tiros al otro, ja ja ja...

Dije esto último para ver su reacción, pero ésta no cambia ni un ápice, por segunda vez se pone en pie. Coloca su mano sobre mi hombro presionando muy levemente. —Nadie le está juzgando.

Me recoloco dejando caer la cabeza rasurada en la fría y porosa piel del sofá. Proseguimos.

—Di, ¿disparaste a alguien mientras cazabas?

—Si una vez que él...

—¿Su hermano?

Asiento. —Y unos amigos se colaron en el coto, los muy imbéciles se pusieron en medio y una de mis balas fue a parar a su hombro; no mueres por un disparo en el hombro, pero había mucha sangre, la herida no paraba de brotar y se retorcía de dolor... Eso fue cuando teníamos unos dieciocho años o así; desde entonces, bueno, no nos llevamos demasiado bien.

—¿Cómo murió su padre? —ya había preguntado varias cosas de mi vida privada que contesté por encima, supongo que ahora toca ahondar.

—De cáncer. Fumaba como una chimenea. Ocurrió dos años después del accidente con Ernesto. Después de eso no salía de casa más que para trabajar y a los veinte me alisté en el ejército.

Parece que hablo con una pared. No sé si se debe a la profesionalidad, o directamente me está ignorando hasta que acabe la hora de consulta y se pueda ir a tomar por...

—¿Qué hay de su madre?

—Ah, claro. Pues..., nunca la conocí, murió cuando nos dio a luz. Prematuros y parto con muchas complicaciones.

—Ernesto es lo único que tienes, con frecuencia la gente que pasa por traumas como tú lo has hecho, desarrollan una fuerte inseguridad que les aferra a sus seres queridos; éstas se manifiestan de diversas maneras, en tu caso y dado tu perfil violento, se trata de experimentar suceso en el coto una y otra vez con peores consecuencias. Y las armas, las armas son un elemento cotidiano para ti, introducirlas en un sueño no es extraño. Lo que te ocurre es algo de lo más normal.

—Sí, podría ser. Pero… Cuando despierto de esas fantasías estoy, ehm, furioso, me siento impotente por no entender qué ocurre. Tengo miedo incluso a cabecear y me avergüenza reconocerlo, pero es así. Esto que voy a decir va a sonar estúpido, pero es jodidamente cierto: mi vida se ha convertido en una puta alucinación, no puedo distinguir qué es real y qué no. Entiendo lo que me dices, pero tú no estás ahí cuando esto me pasa: acabo con la sensación de sangre en la boca y sólo quiero arrancarme la piel a tiras para que pare.

—Lo que necesitas no va más allá de una simple pero efectiva terapia familiar. Habla con tu hermano, cuéntale, arregla todo lo que tengas que arreglar con él y verás cómo todos los miedos desaparecen y con ellos esas pesadillas que te desgastan. Si después de todo, persisten, continuaremos con más sesiones.

—Lo intentaré, gracias.

Eran las doce cuando me acosté, más tranquilo, repasando la tarde en compañía. Al final pasé buen rato, pero volví con la misma idea que tenía cuando me fui; no me contó nada nuevo, en fin... Mañana iré a ver a Ernesto y hablaré con él; no me importa rebajarme un poco. Con ese agradable propósito caí rendido.

Por poco tiempo. 

De un golpe me desperté, el teléfono está sonando interrumpiendo un fructífero descanso sin añadidos, me acerco furioso a la mesilla para contestar. Al otro lado de la línea me habla Garrido, un compañero del trabajo.

—Samuel, tío, ¿qué pasa?, ¿haces algo?

—Dormía.

—¿Ya? Vente, hombre, estamos en el bar debajo de tu casa, ¡ya!, ¡venga! —Si volvía a echarme sufriría de nuevo. El mierda de Alejando me había aguado la noche.

—Bajo en un momento. Tardo diez minutos en llegar a la tasca. Hay una fiesta organizada por algún sindicato. No me ha hecho nunca mucha gracia este tipo de celebraciones, pero hoy no tenía mejor opción.

—Aquí está el amigo. —Alejandro estaba ya ebrio y con la sandez más subida que de costumbre, lo cierto es que se ve penoso, lleva toda la ropa mal colocada, manchada, el pelo rubio enredado, vamos, un cuadro...

—Hay barra libre, pídete algo.

—Si me quitas la mano del hombro lo mismo puedo hasta andar hacia la barra. Le retiro con fuerza la mano casi torciéndosela y me voy a pedir algo. Como un bobo se queda plantado sin saber si reírse o ir a por mí. Durante dos horas y media sigo bebiendo ininterrumpidamente, absorto entre licores, no he logrado olvidar.

Algo me espabila. Mi vaso se ha derramado y el líquido vertido en la barra describe ondas que saltan acompasadas, instándome a buscar la raíz de su movimiento, lo que las agita. El vaso se precipita haciéndose añicos. En el suelo, el alcohol y los trozos de cristal danzan un ritmo cada vez mayor; los siguientes son los taburetes que, impulsados por una fuerza invisible, se estampan contra la pared. En menos de una centésima de segundo, mi asiento y yo salimos despedidos de igual manera. Con los ojos desencajados, escruto el entorno en busca de algo tangible, ¡nada! Me ahogo, el corazón me late muy deprisa, galopa en mi pecho.

Los que me rodean parecen estar en un mundo paralelo, no se inmutan ante esta fuerza, ¿están ciegos? Giro la cabeza hacia la barra, mi impulso ha dejado un profundo socavón abierto en las baldosas del suelo. Eso no es todo…, de él brota una bruma turbia y majestuosa, una siniestra nube carmesí que se condensa en el techo; la acompaña una bandada de moscas pesadas y nauseabundas que en sistemáticos movimientos logran formar una figura humana.

Preso de la taquicardia, vuelvo a mirar a mi alrededor en busca de auxilio, ¡nada de nuevo! Emito un gemido animal, mientras que en un intento de protección inútil, me agarro los miembros en posición fetal, consciente de que esa abominación avanza hacia mí.

Se está acercando, ya está… ¡Está aquí!, la figura desciende de su altura agachándose, dibuja una mueca sarcástica en su rostro y señala la gruta que continúa en las profundidades. En un alarde de valentía infantil, saco mi navajilla, la agito contra el pecho del gigante y no sirve absolutamente para nada; se acerca tanto a mí que siento un leve cosquilleo en los labios producido por las patas de las moscas que componen la bestia. Me agarra del cuello tan fuerte que los insectos que conforman la palma de su mano, mueren presionados contra mi cuello; siento como son aplastados, es más, oigo ese sonido repugnante que producen sus cuerpos al reventar contra mi piel cerca de la oreja.

Consigue arrastrarme; aún sujeto por el pescuezo, me sostiene en la entrada del agujero. Su risa es pavorosa, y pese a todo lo que he vivido, no consigo tener otra cosa que no sea un desasosiego atroz como si fuese un niño. Me va a soltar, sé que lo va a hacer; juega conmigo: me zarandea, me agita, deja caer, para recogerme inmediatamente después.

—¡Para de una vez, hijo de puta!, las lágrimas de angustia eran inminentes, pronto sentiré mi orín emanar; no puedo más.

—¡Mátame! —Si lo hiciese, aún conservaría un poco de dignidad.

Mis plegarias fueron escuchadas, al despegar, literalmente, su mano, caigo al vacío. De repente, esa nada se metamorfosea en una habitación; un perro pasa por mi lado, me dice que me duerma. Una rata empieza a devorarlo; la criatura negra chilla, ¿qué coño...? Me cuesta andar, no comprendo nada, estoy tan agotado… Hago un esfuerzo, me yergo en el frío mármol. Descalzo, camino hacia lo que parece una puerta, deseoso de salir de aquí o morir de una vez. Voy dejando huellas azabaches por donde paso. Oscilando por el estrecho pasillo, oigo voces en mi cabeza. Las paredes sangran desde el techo; el suelo se desquebraja, abriéndose una gran brecha volcánica de extremo a extremo: caigo de nuevo, pero esta vez pausadamente, en gravedad cero.

Mientras desciendo, veo asomarse en lo alto, apoyado en el límite de la fisura, un varón ciego; sin nariz ni boca, saludando con un muñón mal curado. El lánguido descendimiento se hace interminable. Lidia me agarra de las manos. Colocados ambos en un balcón de ultratumba se me entrega apasionadamente, ¿por qué ocurre todo esto? Mis labios comienzan a arder, la mujer es fuego, ¡fuego! Se abre una segunda fisura en el promontorio, haciéndome caer por tercera vez. ¡Risas! ¡Risas! ¡Oigo risas!, ¡ESTOY HARTO YA! Grito desgañitándome; lleno cada milímetro de espacio con mi voz rotunda y cansada.

En el fondo del abismo pedregoso, tras lo que parece siglos de caída, hay esperándome un hombre de traje negro, alto e imponente. Alarga su mano y la introduce sin piedad en mi pecho abriéndomelo de par en par. Derrama las vísceras en el suelo polvoriento. Me agarra de mis quemados hombros y comienza a golpearme, sus manos cerradas son como mil cuchillas que van desgarrándome.

Sin una sola gota de sangre en el organismo, caigo de bruces pudiendo ver la sonrisa de Ernesto, esta vez soy yo quien con los ojos desorbitados muere dibujándose el dolor en el rostro; él se asoma.

martes, 7 de julio de 2015

Descansa (Cap. II)

(II)

En casa de Ernesto desayunan; son gente de costumbres, por lo que resulta sencillo adivinar lo que están haciendo. Una vez sentado a la mesa, comentan temas excluyentes. Sonrío de forma esporádica, cuando no mojo ausente la magdalena rancia en el café. Llega un momento de ensimismamiento tal que les miro y no oigo ni escucho nada salvo graznidos suaves. La visión comienza a fallar: cada rincón a mi alrededor parece idéntico al anterior y tengo la sensación de estar envuelto en una creciente atmósfera sepia, añeja, como de los setenta.

Puede que sea la mezcla del olor a tabaco, el ambientador dulzón y el perfume a granel de ella; la cosa es que me siento..., febril. Los niños se hartan de hablar y se van a dónde no alcanzo a ver. Me pesan los párpados, las formas me llegan empañadas, igual que si mirase a través de un cristal grueso. Vuelven los recuerdos. Sumergido en mi estado, estrujo la magdalena empapada de café con leche, llenándolo todo de una pasta revulsiva y pegajosa.

—Samuel, últimamente estás de un extraño... —Avanza desde donde está sentada a tan solo dos o tres metros de mí. Habla con voz autoritaria y un deje de dulzura simulada.

—Mira cómo te has puesto y cómo has dejado el paño, anda trae que lo limpie. Vete a echarte si quieres.

Lidia es una mujer en continua pugna con el tiempo y su condición económica. Su marido es oficinista además de escritor, de “escritor”. Y ella aun teniendo formación y oportunidad suficiente, nunca quiso ejercer, le pareció más cómodo dedicarse a sus hijos y a ella misma, aparte, por supuesto, de administrar el dinero de su esposo sacando no poca rentabilidad.

En cuanto a mí, sé muy bien cómo me ven: con recelo. Un tipo que se conduce desatinado, de los que tienen algo que hace saltar la alarma de la suspicacia; dejó un jugoso puesto de teniente por trabajar transportando mercancías ganando mucho menos de la mitad y trabajando el doble, y aun habiendo hecho eso, pasa las horas en casa con la única compañía de viejas armas que siguen funcionando; a veces, las monta y desmonta mecánicamente con la vista en vete tú a saber qué, ¿lógica? No, una persona así no puede estar bien de arriba. Bien puede parecer que les culpo por tener esa idea de mí, pero lo cierto es que me trae sin cuidado cómo me vean mientras que me vean…, últimamente necesito que me vean.

Nunca he aguantado a Lidia, su hipocresía junto con su simpatía mal impostada me supera; así que la detengo bruscamente. Le miro y noto que es recíproco. Mis párpados semi caídos y mi expresión adormilada logran ponerla de los nervios, retirándose al fin de mi lado. Me voy sin ver a mi hermano, con los rescoldos de la preocupación que me sobrevino ayer en la noche.  

Hace demasiado calor, no serán más de las once y se ha duplicado el número de grados de la pasada hora. Las chicharras vociferan, el aire se corta con cuchillo y mi cuerpo se va replegando paulatinamente.

Casi no puedo respirar, el camino a mi casa está resultando un verdadero infierno. Mientras voy tambaleándome en mitad de la carretera, mi pié izquierdo se hunde súbitamente hasta la ingle, estupefacto compruebo que el alquitrán es de un líquido denso.

Tardo tanto en reaccionar por la sorpresa que me hundo sin remedio hasta que mi boca cata el repugnante sabor de la brea, retorciéndose del propio asco hasta la última célula de mi cuerpo. Me resistía pero la temperatura ya había hecho mella en mí, agotándome. Poco a poco el pastoso río negro me atrae hacia el fondo. Quiero respirar, pero los pulmones, la nariz, la boca, e incluso los ojos, rebosan alquitrán. Suspiro por salir, pero no puedo moverme, ni siquiera sacar la cabeza; lucho pero no me salen las fuerzas, cada vez estoy más inmerso, definitivamente, he encontrado mi fosa.

Cuando echo hacia atrás la cabeza resignado, topo con algo sólido; rabiando del dolor, consigo dar la vuelta descansando sobre lo que parece una especie de pared. De hecho..., palpo sulfuradamente su superficie, hallando muescas irregulares y aleatorias a las que me pueda agarrar. En mi apego a la vida logro arrancar fuerzas donde no existen consiguiendo sacar al fin la cabeza a la superficie. Cerca de mí tengo una interminable hilera de adoquines culminando esa especie de tabique que noté allá en la negrura.

Estirando el brazo, los tiento con las manos; y repitiendo la acción con el izquierdo, salgo del bache como de un lodazal, cubierto de mugre tóxica.

Una vez fuera corro como un gamo, temo que la calzada se derrita, se caigan las casas, se curven las señales o algo peor, huyo sin descanso, ni veo a dónde me dirijo, aunque tampoco podría, la brea me ha dejado prácticamente ciego.

El aire me rasga la garganta ya inflamada y abocada conmigo a la muerte, el bochorno pesa tanto que elimina mis ansias de velocidad sustituyéndolas por mantenerme medianamente derecho. Desfallezco. Caigo de bruces en el suelo con un estrépito atronador, mi cabeza da de lleno con las baldosas de la calle, tiñéndolas de grana.

Agazapado me frío a fuego lento. Ernesto aparece, no lo veo llegar, tan solo surge. Me levanta del suelo, me sienta en un banco próximo, al que yo, extenuado, nunca habría llegado. Acerca agua a mis labios sangrientos y ennegrecidos. Bebo desesperadamente. Una vez saciado le observo sentado a mi lado, con la botella todavía en la mano, me sonríe. En un ataque de súbita ira, levanto el arma y le asesto un disparo a bocajarro, los ojos desorbitados de la victima dibujan el horror de sus últimos segundos de vida. Me asomo.

—¡Mamá! El tito sigue en el salón.

—¿Durmiendo?

—Sí... Bueno, no, ya no

—Samuel, ¿estás enfermo?, ¿qué te pasa? —Lidia irrumpe de la cocina a la sala donde estoy con un vaso de cristal en una mano y un paño en la otra.

—Te duermes en cualquier lado, se te va la cabeza y tienes la cara de un muerto... ¡Ve al médico de una vez!, mira que te dije que te echases.

—Me encuentro perfectamente.

En realidad sólo he escuchado la última frase de todo lo que ha dicho. Mientras me pongo en pie apoyándome en la mesa, el cerebro da un latigazo, viéndose mi equilibrio considerablemente afectado. Mareado, voy a la puerta; paro en seco volviendo hacia mi cuñada, acababa de recordar el motivo de la visita.

—¿Sabes algo de tu marido?, desde ayer quiero verle. —Su fachada de mujer atenta y educada se turba en cuanto me involucro demasiado en su casa. Hace lo menos tres meses que no vengo, se había acostumbrado.

—No. Me dijo esta mañana que después de la oficina se pasaría por casa de Jorge, un tipo con quien escribe una novela conjunta. Según él va a ser La Obra. — su tono es agnóstico, casi sarcástico. La veo agarrar la silla más cercana y sentarse con resignación para luego mirarme con curiosidad.— ¿Y para qué quieres ver a Ernesto?, ¿necesitas que te preste dinero?

Ahora si la reconozco, ésta es realmente Lidia y no la pusilánime de hace un momento. Yo seguía de pie a dos pasos de la puerta. —No es lo que necesito, ¿tú?

Sonríe con despotismo, manteniendo en todo momento el contacto visual. Esta vez estoy avispado. —Siempre confundiendo términos, aquí somos un matrimonio.

—Ya veo, sí que te lo has montado bien, sí..., tienes a quien sacarle los higadillos con una ventaja extra: irritarle hasta el punto de hacer que no quiera parar en casa ni para un recado, así la tienes toda para ti. Porque, imagino que es eso lo que esperas que pase..., ¿o quizá no? —sus facciones pasan de ser molestas de contemplar, a desagradables por la irritación. Bingo.

—¡Fuera de aquí!, eres un puto asqueroso que sólo busca amargarle la vida a los demás!, ¡vete a tomar por culo y no metas más mierda en mi casa!

—Sigues siendo una histérica. —Llego al portón que da a la calle algo envejecido por el paso de los años, no sin antes volverme hacia ella un pequeño instante. Ahí estaba levantada, con la cara enrojecida, con la cabellera encrespada, fuera de sí. Supongo que me maldice, o eso intenta, porque su vocalización es tan pobre que no logro comprender un sólo fonema. La miro de arriba abajo sin preocuparme por ser sutil.

—Ah, y otra cosa, la próxima vez que discutas con alguien hazte el favor de meter a los niños en una habitación.

Un gesto de saludo cordial, y con Lidia encolerizada hasta el punto que me apetecía, salgo satisfecho a la calle.

 El contraste de mi temperatura corporal con la de mi entorno unido a mi ligero malestar, hizo que vomitase en el primer sitio que pude. Gracias al cielo todo era normal. El asfalto sólido, los pisos asentados sobre sus cimientos..., lo mismo ocurre con la temperatura y la luz, todo perfectamente normal, y yo estoy totalmente despierto, aunque nervioso, muy nervioso.

No paro de darle vueltas a lo mismo: otra vez igual, ¿por qué demonios tengo estas pesadillas?, ¿cuántas veces exactamente se tienen que repetir para que empiece a tomarlas en serio? Qué angustia…, cuando creo que ya para, vuelve otra vez, y peor. Hago memoria por si hay algún tipo de rencor, algo que lo explique, y no encuentro ningún argumento de peso, nada. Ernesto siempre me ha sacado de quicio, pero eso no justifica definitivamente querer matarle. También es posible que la obsesión con el tema me haga tenerlo ahí, fresco… Necesito hablar de esto.

(Continúa...)

viernes, 3 de julio de 2015

Descansa (Cap. I)

La primera entrega del relato que escribí en 2008, editado hace unos días:


Estirpe de Abel, vientres calentados
Al fuego del hogar de los patriarcas
Estirpe de Caín, por hambre aúllan
Tus entrañas lo mismo que los perros.
 - Charles Baudelaire (Les Fleurs du Mal)

(I)

   Por donde piso, no se ve; por donde me arrastra la inercia, no se ve. La luz que baña el lugar no proviene de un punto fijo. Etérea, evoca aquellas simas en las islas del trópico, donde una suave azul hiere la penumbra e, incidiendo en el agua, impregna el interior de un misticismo envolvente color cían. Esa sensación sobrecogedora, esa tranquilidad solemne que crea la imagen, es la que ahora mismo experimento. Sin embargo, el no poder discernir figura alguna a través de ella, me perturba. 

  Tras mucho vagar a tientas, al fondo avisto lo que parece una farola encendida, y bajo ella un hombre. Será por la negrura a la que he estado sometido, pero aquel punto anaranjado parpadea con una fuerza cegadora. Conforme me acerco, el suelo se vuelve inestable, las paredes comienzan a mutar; unas ondas de frecuencia matemática marcan el ritmo del repentino movimiento en mi entorno. Confuso y exaltado no puedo hacer otra cosa más que reptar hacia él.

   Llego. Tras erguirme en el círculo que describe el alcance de la bombilla—el único segmento de tierra estable—observo minuciosamente al hombre de mediana edad sentado en suelo, apoyado en el mástil de hierro. Levanto el arma y le asesto un disparo a bocajarro, los ojos desorbitados de la victima dibujan el horror de sus últimos segundos de vida, Me asomo. 

  Despierto lleno de sudor, la boca sabe a metal, la cabeza de no estar soldada al cuerpo diría que ha explotado, los músculos de los brazos, ahogados bajo la almohada, aplastados por mi cabeza, arden cuando los pongo en marcha. Cubiertos mis ojos de lágrimas secas, han creado pequeñas costras en el rabillo que me restriego con la base de la mano rememorando la pesadilla. El calor es inaguantable. Al darme cuenta de mi realidad, casi de inmediato miro debajo de la cama, el rifle de caza sigue ahí, al cogerlo y abrir el cargador, veo que está vacío, aún así lo agito fervientemente como un loco hacia el suelo por si hay alguna bala reticente a salir. Hay suerte, menos mal. Sólo queda telefonear para calmar mi conciencia.

 —¿Ernesto? 

—…¿Quién cojones..? 

—Soy yo, emm..., pe..., perdona, me entró la neura. 

— ¡Pche!, ¡Pues llama mañana, hostia! No sé ni por qué lo cojo, soy imbécil. 

  Cuelga. Miro el reloj de pulsera, uno de tantos que yacen junto a mis pies, puede que hasta sea el único que funciona, no lo he comprobado: las cuatro y media. Domingo. Aún sostengo el auricular del teléfono en la penumbra; pese a todo, me alegro de que siga vivo. Sabía que estaba bien al igual que mi arma seguía bajo el somier, era ese maldito mal cuerpo que me había dejado la pesadilla lo que me inquietaba... Demasiadas horas delante del televisor, debería buscar otro pasatiempo menos..., entumecedor, llega un momento que no distingo entre realidades, me cuesta ubicarme, y la soledad es algo más evidente. 

  Desde mi posición sentado en el suelto con la espalda apoyada en la cama aún hecha, repaso flemático mi alrededor, inclino la cabeza hacia atrás y, con la vista fija en el pequeño tragaluz, me abandono de aquí al amanecer. El tiempo secará el sudor; una corriente fresca erizará mi piel en mitad de la noche; y miles de recuerdos sepultados tiempo atrás, me visitarán golpeando memoria y ánimo. 

  El que lo haya sufrido, coincidirá que lo peor de ser insomne es, sin duda, la tortura de ver pasar hora tras hora, tras hora..., cuando cada una es un abismo... Siempre me ha oprimido el pecho pensar en ello, ojalá todo se parara un puto día y pudiera respirar.

  Volvió la luz. Desentumezco las articulaciones, y dejo que vuelva a fluir la sangre regularmente para vestirme. La brisa mece las cortinas de mi piso, y éstas emiten un sonido que entiendo como “abrígate, ya no hace calor”. 

  Una mirada de soslayo al reloj que sigue en el suelo: vale, diez y media, hora de irse. Cruzo la puerta de casa con la imagen fresca de las manecillas. Dios, cómo odio un reloj, ni llevo ni llevaré nunca. Me agobian, me agobia envejecer, y ese chisme no hace más que recordarme lo inevitable. Es siniestro ver consumirse el tiempo de reacción para..., no sé, algo que alivie esto que me trastorna. Al final, acabo haciendo resumen de las décadas a mis espaldas, y cada vez se vuelve más sombrío... Por lo que esos chismes, como digo, acaban rociados en cualquier parte, lejos de mi vista. 

(continúa...)