sábado, 25 de julio de 2015

Descansa (Cap. IV)

(IV)   

Un líquido frío me corre desde la nuca hasta las nalgas, haciéndome vibrar instintivamente; aquello me libera de mi propia mente surrealista a la que estoy condenado. Miro hacia arriba para descubrir a mi benefactor, resultando ser Garrido.  

—Bien hecho Alejandro. —Sonrío— ¿te diviertes?  

—No te haces una idea.   

   Si cuándo llegué tenía mal aspecto, ahora está directamente para echarle a la basura. —Yo que me alegro. —Levantándome del asiento, me despido de él.— No bebas mucho más.   

   Llego a casa a las cuatro de la madrugada. En la vía todo está sereno, me gusta librar los martes, las calles suelen estar vacías en la víspera de mis ridículas vacaciones. Lloviznaba mansamente sin hacer demasiado frío; el suficiente para que tuviese una sensación de sosiego interior. Si a eso último le sumas el ámbar de las farolas, en contraste con el umbroso azul, te llegas a abandonar a una profunda quietud que inunda el alma. Alcanzo el portal; hoy no tenía que caminar entre jóvenes borrachuzos obstruyendo el rellano.  

   Me quedaré en pura vigilia, hasta que transcurra un lapso de tiempo decoroso para ver a Ernesto; si lo encuentro en casa, claro, ¿qué hará durante todo el tiempo que pasa fuera? Todavía estoy de pie en el mismo punto con las llaves en la mano. Sacudo la cabeza para descontaminarme y abro la puerta. Me pongo cómodo; enciendo la televisión y me quedo mirando canales aleatorios...
  

—Escalera; lo siento. —dice sonriendo el francés— Ahh, el placer del vencedor. —sonrió. —Siempre lo es para ti—, se apresura a decir Rodrigo con su briosa risa ronca a modo de rugido. —Cierto, cierto. Venga, Ernesto, no te angusties. En la próxima podrás recuperar algo; aunque con lo que te has jugado, pasará mucho antes de haber una próxima. —Al decir esto se dirige en tono jocoso al último camarada en pronunciarse, detonando la carcajada entre los siete que rodean la mesa de la partida, incluyendo al infeliz de Ernesto, suman ocho esta noche.   

   Son más de las doce en un pub decorado con la firme intención de rememorar los antiguos salones del salvaje oeste. La nacionalidad francesa del empresario no impedía que consiguiese su propósito. La pasión adquirida por este país se nota en el ambiente. El suelo, el techo, las paredes decoradas con armas antiguas además de huesos de animales, todo ello recubierto de una oscurecida madera que cruje al pisar. Hay dos pisos, la primera planta la constituyen unas cuantas mesas redondas dispuestas en la esquina derecha; en la izquierda suena la pianola, imprescindible para ese matiz de reliquia. En la segunda, rodeada por una baranda: las habitaciones.  

   Se realizan actuaciones diversas destacando los duelos entre forajidos de un realismo admirable, en las que evocan personajes tan célebres como el temible Jesse James. Para dar más autenticidad y espectáculo, suelen bailar jovencitas ataviadas como una de las chicas de compañía de Pearl de Vere, en un escenario de cortinas bermellones. Por último, y como elemento estrella, las timbas de póker, pasión de Louis.  

—Primero tendrás que pagarme, claro... —se dirige a mí en tono sumamente grave.— … Es una cantidad considerable. 

   Sus grandes ojos redondos no se apartan de los míos.—Lo tendrás, Louis. —¿reunir esa cantidad? ni por mucho cuartel que me dé…, pero..., o digo algo, o de aquí salgo en caja de pino.   

—Claro que lo tendré. Tienes cara de padre de familia. Me encantan las familias, y por eso te doy un mes para reunir los seis mil de hoy, ¡Ay, el no saber retirarse a tiempo! Un mes. No más. 

   Un mes.   No llego a ganar ni el veinte por ciento de esa cantidad en ese plazo, ¡Joder!, si no entrego… sólo de pensarlo me… ¡Dios! ¡Pero cómo puedo ser tan gilipollas! Mis codos se clavan en la mesa y entierro la cara entre entre mis largos y ganchudos dedos. Se palpa la desesperación que me corroe como la ponzoña. 
  
—Róbalo, tima a quien sea, lo que te salga de los huevos. Pero no quiero oír una puta mala noticia. ¡Callaos, hostias! —los siervos del francés comenzaron a revolucionarse maquinando ya todo tipo de sadismos.— Tranquilidad. Venga, Ernesto, a tu puta casa ya. No te quiero ver más la cara por hoy.  

   Un bramido penetrante se escucha en los barrios colindantes al mesón; seguidamente, un hombre medio desnudo corre por la vía preso de la desesperación. Tropieza, se levanta, continúa, y vuelve a estrellarse. A la claridad de las zonas iluminadas, vemos a un varón, alto, moreno, fornido, velloso salvo en el afeitado cuero cabelludo; un varón que no pasa de los cuarenta, totalmente envejecido. Lleva el padecimiento trazado en el rostro.  

   Atormentado, se dirige a toda velocidad a la vivienda de su hermano. Son las cinco de la mañana, estamos a mediados de septiembre.  

  Lidia duerme en su cama de matrimonio; escucha el timbre y su tronco se dobla bruscamente, impaciente por saber si es su marido el que llama, deseando que lo sea. Corre al segundo toque de timbre; se tropieza por el galope sobre las pulidas losas. De un brusco tirón abre la puerta emocionada.  

  Es Samuel, el ultimo ser que desea ver. Allí están los dos, uno frente al otro, en un silencio sepulcral provocado por la decepción, ninguno de ellos se esperaban.   

  Cinco segundos, sólo cinco segundos en los que él observa, ella observa.   

  Samuel de pie en el quicio de la puerta brillando con luz propia; la sudoración le gotea por toda la piel brotando más a cada instante, la respiración agitada, la angustia en el rostro pálido por el espanto.  
  Lidia delante de él, de pie también, sujetando la puerta; la boca abierta por la terrible decepción. No comprende absolutamente nada.

De repente, la explosión. 

  Irrumpo en la casa; no espero a ningún sonido, ningún consentimiento, la aparto de mi camino, a toda velocidad arrasando por el estrecho pasillo, tirándolo todo. Busco la habitación; busco a Ernesto. 

—¡Fuera, márchate, fuera! —Lidia reacciona, sale del impacto, va en mi busca, apoyándose en la pared para no estrellarse. Siento la presión de su peso en la columna, sus golpes. Echo hacia atrás el brazo y la agarro del camisón de raso, alzándola en el aire como quien coge a un gato por el pescuezo; y la suelto en el suelo, quedándose tirada, rota, con el orgullo hecho mil pedazos. Rompe en un llanto ronco, dando golpes al suelo, lanzando alaridos. La veo abandonarse agazapada en la cerámica. Me gustaría hacer algo, pero no aceptaría mi ayuda, entonces ¿para qué? 
  
—¿Dónde está Ernesto? —Me mira fulminante; sus pupilas dilatadas se posan en las mías furiosas deseando mi muerte.

—¡No lo sé, quisiera saberlo, pero no lo sé!, ¡aunque estuviera aquí no te lo diría nunca, hijo de puta!, ¡creía que era él quien llamaba, creía qué…! 

   De sus ojos brotaban lágrimas gruesas, ni siquiera podrá distinguirme. Se arrodilla, apoyando su fino cuerpo en sus brazos fuertes, los más hercúleos que he visto en una mujer; permanece callada uno, dos, tres… 

—Márchate de mi casa, ¿no ves que no está?, ¿no lo ves? ¡No es-tá!

…segundos. 

   Me persigue en mi propia casa, me la invade, me pregunta por Ernesto de madrugada, inaceptable. No sé dónde…, no sé de él, no sé donde…  

—¡Mamá!, 

   Se levanta alejándose de mí, huyendo al pasillo totalmente enajenada; se sujeta la cara con las manos. Entre sus dedos alcanzo a ver uno de sus ojos verdes, abierto descomunalmente. Se restriega nerviosamente las palmas de las manos sobre el rostro. Edgar y Luis, levantados, no le quitan los ojos de encima. Nerviosos gritan su nombre, corren hacia ella y tiran de su ropa. No se inmuta, sigue exactamente igual, en trance. 

   Baja las manos lentamente con la vista perdida, su semblante húmedo por las lágrimas, mucosidad y saliva. Balbuceando, comienza a hablar a nadie. 

—Mi juventud, toda mi vida…—se da la vuelta, apoya sus manos abiertas en la pared y golpea con fiereza su frente en el gotéele amarillento. 
  
—¡Le he dado toda mi vida, mi mejor momento, mi juventud, dos hijos maldita sea, le he dado dos hijos que más quiere de mí!, que más quiere maldi…— resbala por la superficie vertical, dejando un reguero sanguinolento. 

   En ese momento, el tiempo pasa diez mil veces más lento. Veo a la mujer en un estado más allá de la ira, más allá del desengaño; ahogada por el ansia, sus pequeños aúllan sin consuelo, asustados por la actitud de su madre. No espero más. Antes de que se desplome, antes de que los mellizos taponen el camino, reacciono para poder evitar el desplome de mi cuñada. 

  Se elimina la cámara lenta. Ya la tengo sujeta, no hay angustia, la tengo. Respiro profundamente; el esfuerzo ha hecho que vuelva a sudar. Con la mano libre, llamo a los niños; se acercan acongojados. 
—Traed un trapito para mamá, buscad en la cocina. —Los veo irse y traer en un tiempo eficiente el recado. Se arrodillan a ambos lados de mí, concentrados en lo que hago, atentos a su madre. Le limpio la sangre cuidadosamente de la frente, no se ha hecho mucho, sólo leves rozaduras. La levanto en alza, llevándola sin esfuerzo a su cama desangelada; la tumbo, la cubro con las mantas y me dirijo a mis sobrinos que no han dejado de seguirme nerviosos. 

—No pasa nada, tranquilos; ya está todo bien, claro que…—Esto último lo dije agachándome, poniéndome a la altura de ellos, lo más próximo y cómplice que supe— Necesita descansar muchísimo, no queréis que le vuelva a pasar ¿verdad?, no queréis que vuelva a hacerse daño, ¿verdad? —Niegan efusivamente— Claro que no. Vamos a hacer una cosa, os vais a meter en la cama grande, pegaditos a ella, para que no esté sola y no se ponga triste.
  
   Hago el saludo militar para que rían, liberen tensiones, y puedan intentar volver a dormirse. Hoy pase lo que pase, tengo la conciencia tranquila. Los tapo bien a los tres; cierro las ventanas y las persianas, y dejo una nota en la mesilla para Lidia: 

‘’Llevo encima el móvil y un juego de llaves de tu casa, llámame si ocurre algo. Sé que me odias; a mí no me hace nada de gracia tampoco. Hazlo por ellos.” 

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