viernes, 3 de julio de 2015

Descansa (Cap. I)

La primera entrega del relato que escribí en 2008, editado hace unos días:


Estirpe de Abel, vientres calentados
Al fuego del hogar de los patriarcas
Estirpe de Caín, por hambre aúllan
Tus entrañas lo mismo que los perros.
 - Charles Baudelaire (Les Fleurs du Mal)

(I)

   Por donde piso, no se ve; por donde me arrastra la inercia, no se ve. La luz que baña el lugar no proviene de un punto fijo. Etérea, evoca aquellas simas en las islas del trópico, donde una suave azul hiere la penumbra e, incidiendo en el agua, impregna el interior de un misticismo envolvente color cían. Esa sensación sobrecogedora, esa tranquilidad solemne que crea la imagen, es la que ahora mismo experimento. Sin embargo, el no poder discernir figura alguna a través de ella, me perturba. 

  Tras mucho vagar a tientas, al fondo avisto lo que parece una farola encendida, y bajo ella un hombre. Será por la negrura a la que he estado sometido, pero aquel punto anaranjado parpadea con una fuerza cegadora. Conforme me acerco, el suelo se vuelve inestable, las paredes comienzan a mutar; unas ondas de frecuencia matemática marcan el ritmo del repentino movimiento en mi entorno. Confuso y exaltado no puedo hacer otra cosa más que reptar hacia él.

   Llego. Tras erguirme en el círculo que describe el alcance de la bombilla—el único segmento de tierra estable—observo minuciosamente al hombre de mediana edad sentado en suelo, apoyado en el mástil de hierro. Levanto el arma y le asesto un disparo a bocajarro, los ojos desorbitados de la victima dibujan el horror de sus últimos segundos de vida, Me asomo. 

  Despierto lleno de sudor, la boca sabe a metal, la cabeza de no estar soldada al cuerpo diría que ha explotado, los músculos de los brazos, ahogados bajo la almohada, aplastados por mi cabeza, arden cuando los pongo en marcha. Cubiertos mis ojos de lágrimas secas, han creado pequeñas costras en el rabillo que me restriego con la base de la mano rememorando la pesadilla. El calor es inaguantable. Al darme cuenta de mi realidad, casi de inmediato miro debajo de la cama, el rifle de caza sigue ahí, al cogerlo y abrir el cargador, veo que está vacío, aún así lo agito fervientemente como un loco hacia el suelo por si hay alguna bala reticente a salir. Hay suerte, menos mal. Sólo queda telefonear para calmar mi conciencia.

 —¿Ernesto? 

—…¿Quién cojones..? 

—Soy yo, emm..., pe..., perdona, me entró la neura. 

— ¡Pche!, ¡Pues llama mañana, hostia! No sé ni por qué lo cojo, soy imbécil. 

  Cuelga. Miro el reloj de pulsera, uno de tantos que yacen junto a mis pies, puede que hasta sea el único que funciona, no lo he comprobado: las cuatro y media. Domingo. Aún sostengo el auricular del teléfono en la penumbra; pese a todo, me alegro de que siga vivo. Sabía que estaba bien al igual que mi arma seguía bajo el somier, era ese maldito mal cuerpo que me había dejado la pesadilla lo que me inquietaba... Demasiadas horas delante del televisor, debería buscar otro pasatiempo menos..., entumecedor, llega un momento que no distingo entre realidades, me cuesta ubicarme, y la soledad es algo más evidente. 

  Desde mi posición sentado en el suelto con la espalda apoyada en la cama aún hecha, repaso flemático mi alrededor, inclino la cabeza hacia atrás y, con la vista fija en el pequeño tragaluz, me abandono de aquí al amanecer. El tiempo secará el sudor; una corriente fresca erizará mi piel en mitad de la noche; y miles de recuerdos sepultados tiempo atrás, me visitarán golpeando memoria y ánimo. 

  El que lo haya sufrido, coincidirá que lo peor de ser insomne es, sin duda, la tortura de ver pasar hora tras hora, tras hora..., cuando cada una es un abismo... Siempre me ha oprimido el pecho pensar en ello, ojalá todo se parara un puto día y pudiera respirar.

  Volvió la luz. Desentumezco las articulaciones, y dejo que vuelva a fluir la sangre regularmente para vestirme. La brisa mece las cortinas de mi piso, y éstas emiten un sonido que entiendo como “abrígate, ya no hace calor”. 

  Una mirada de soslayo al reloj que sigue en el suelo: vale, diez y media, hora de irse. Cruzo la puerta de casa con la imagen fresca de las manecillas. Dios, cómo odio un reloj, ni llevo ni llevaré nunca. Me agobian, me agobia envejecer, y ese chisme no hace más que recordarme lo inevitable. Es siniestro ver consumirse el tiempo de reacción para..., no sé, algo que alivie esto que me trastorna. Al final, acabo haciendo resumen de las décadas a mis espaldas, y cada vez se vuelve más sombrío... Por lo que esos chismes, como digo, acaban rociados en cualquier parte, lejos de mi vista. 

(continúa...)

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