lunes, 13 de julio de 2015

Descansa (Cap. III)

(III)

En casa llamo al psicólogo del seguro, no es una maravilla, pero tampoco necesito que lo sea, sólo alguien a quien contárselo servirá. La alternativa al vendedor de humo era Ernesto, y no sabía exactamente cómo sacar el tema, la verdad.

Son las cuatro. En menos de un cuarto de hora me planto en la sala de espera del consultorio. No hay nadie, así que me llaman prácticamente de inmediato, cuando le expongo mi caso me bombardea de preguntas manidas y predecibles sobre mi infancia y doscientas chorradas más.

—Julio..., mmm, con todos mis respetos, estamos perdiendo el tiempo. Yo sólo quiero que me convenza, de qué y cómo lo haga, me da igual sirve para quedarme tranquilo, y con tanta preguntita me pone nervioso.

Julio se levanta pesadamente, no es para menos viniendo de un hombre monumental, no había visto a un individuo así desde mi sargento: titánico, velludo, con una voz serena, sosegada que se hacía escuchar. Abre una pequeña caja negra con gesto recio—como si estuviese calculando la masa del objeto—para ofrecerme un Habano con su mano poderosa. Lo acepto extrañado, ¿no estaba prohibido fumar en salas? Charlamos durante horas, siendo consciente de que se trataba de alguna maña para ver si soltaba algo de interés. Me daba igual, hacía mucho que nadie conversaba conmigo con tanto interés.

—Así que caza.

—Desde los 11 años. Bueno, desde los 11 años acompañando a mi padre, que en paz descanse, hasta que empecé a coger un arma con dieciocho. Me enseñó todo lo que sé. Hace varios meses que no...

—¿Y su hermano?

—... voy al coto.

—¿Mi hermano?, no, a mi hermano no… Quiero decir, él es más…, más naturalista, por ponerlo de alguna manera. No congeniaba muy bien con él. No paro de hablar. Julio escribe anotaciones vertiginosamente, me pone nervioso.

—¿Celos fuera de lo usual?

—Sí, bueno, siempre hubo rencillas, Ernesto es algo difícil de llevar. Pero como en las mejores casas, supongo. Salvo que no en todas uno se obsesiona con coser a tiros al otro, ja ja ja...

Dije esto último para ver su reacción, pero ésta no cambia ni un ápice, por segunda vez se pone en pie. Coloca su mano sobre mi hombro presionando muy levemente. —Nadie le está juzgando.

Me recoloco dejando caer la cabeza rasurada en la fría y porosa piel del sofá. Proseguimos.

—Di, ¿disparaste a alguien mientras cazabas?

—Si una vez que él...

—¿Su hermano?

Asiento. —Y unos amigos se colaron en el coto, los muy imbéciles se pusieron en medio y una de mis balas fue a parar a su hombro; no mueres por un disparo en el hombro, pero había mucha sangre, la herida no paraba de brotar y se retorcía de dolor... Eso fue cuando teníamos unos dieciocho años o así; desde entonces, bueno, no nos llevamos demasiado bien.

—¿Cómo murió su padre? —ya había preguntado varias cosas de mi vida privada que contesté por encima, supongo que ahora toca ahondar.

—De cáncer. Fumaba como una chimenea. Ocurrió dos años después del accidente con Ernesto. Después de eso no salía de casa más que para trabajar y a los veinte me alisté en el ejército.

Parece que hablo con una pared. No sé si se debe a la profesionalidad, o directamente me está ignorando hasta que acabe la hora de consulta y se pueda ir a tomar por...

—¿Qué hay de su madre?

—Ah, claro. Pues..., nunca la conocí, murió cuando nos dio a luz. Prematuros y parto con muchas complicaciones.

—Ernesto es lo único que tienes, con frecuencia la gente que pasa por traumas como tú lo has hecho, desarrollan una fuerte inseguridad que les aferra a sus seres queridos; éstas se manifiestan de diversas maneras, en tu caso y dado tu perfil violento, se trata de experimentar suceso en el coto una y otra vez con peores consecuencias. Y las armas, las armas son un elemento cotidiano para ti, introducirlas en un sueño no es extraño. Lo que te ocurre es algo de lo más normal.

—Sí, podría ser. Pero… Cuando despierto de esas fantasías estoy, ehm, furioso, me siento impotente por no entender qué ocurre. Tengo miedo incluso a cabecear y me avergüenza reconocerlo, pero es así. Esto que voy a decir va a sonar estúpido, pero es jodidamente cierto: mi vida se ha convertido en una puta alucinación, no puedo distinguir qué es real y qué no. Entiendo lo que me dices, pero tú no estás ahí cuando esto me pasa: acabo con la sensación de sangre en la boca y sólo quiero arrancarme la piel a tiras para que pare.

—Lo que necesitas no va más allá de una simple pero efectiva terapia familiar. Habla con tu hermano, cuéntale, arregla todo lo que tengas que arreglar con él y verás cómo todos los miedos desaparecen y con ellos esas pesadillas que te desgastan. Si después de todo, persisten, continuaremos con más sesiones.

—Lo intentaré, gracias.

Eran las doce cuando me acosté, más tranquilo, repasando la tarde en compañía. Al final pasé buen rato, pero volví con la misma idea que tenía cuando me fui; no me contó nada nuevo, en fin... Mañana iré a ver a Ernesto y hablaré con él; no me importa rebajarme un poco. Con ese agradable propósito caí rendido.

Por poco tiempo. 

De un golpe me desperté, el teléfono está sonando interrumpiendo un fructífero descanso sin añadidos, me acerco furioso a la mesilla para contestar. Al otro lado de la línea me habla Garrido, un compañero del trabajo.

—Samuel, tío, ¿qué pasa?, ¿haces algo?

—Dormía.

—¿Ya? Vente, hombre, estamos en el bar debajo de tu casa, ¡ya!, ¡venga! —Si volvía a echarme sufriría de nuevo. El mierda de Alejando me había aguado la noche.

—Bajo en un momento. Tardo diez minutos en llegar a la tasca. Hay una fiesta organizada por algún sindicato. No me ha hecho nunca mucha gracia este tipo de celebraciones, pero hoy no tenía mejor opción.

—Aquí está el amigo. —Alejandro estaba ya ebrio y con la sandez más subida que de costumbre, lo cierto es que se ve penoso, lleva toda la ropa mal colocada, manchada, el pelo rubio enredado, vamos, un cuadro...

—Hay barra libre, pídete algo.

—Si me quitas la mano del hombro lo mismo puedo hasta andar hacia la barra. Le retiro con fuerza la mano casi torciéndosela y me voy a pedir algo. Como un bobo se queda plantado sin saber si reírse o ir a por mí. Durante dos horas y media sigo bebiendo ininterrumpidamente, absorto entre licores, no he logrado olvidar.

Algo me espabila. Mi vaso se ha derramado y el líquido vertido en la barra describe ondas que saltan acompasadas, instándome a buscar la raíz de su movimiento, lo que las agita. El vaso se precipita haciéndose añicos. En el suelo, el alcohol y los trozos de cristal danzan un ritmo cada vez mayor; los siguientes son los taburetes que, impulsados por una fuerza invisible, se estampan contra la pared. En menos de una centésima de segundo, mi asiento y yo salimos despedidos de igual manera. Con los ojos desencajados, escruto el entorno en busca de algo tangible, ¡nada! Me ahogo, el corazón me late muy deprisa, galopa en mi pecho.

Los que me rodean parecen estar en un mundo paralelo, no se inmutan ante esta fuerza, ¿están ciegos? Giro la cabeza hacia la barra, mi impulso ha dejado un profundo socavón abierto en las baldosas del suelo. Eso no es todo…, de él brota una bruma turbia y majestuosa, una siniestra nube carmesí que se condensa en el techo; la acompaña una bandada de moscas pesadas y nauseabundas que en sistemáticos movimientos logran formar una figura humana.

Preso de la taquicardia, vuelvo a mirar a mi alrededor en busca de auxilio, ¡nada de nuevo! Emito un gemido animal, mientras que en un intento de protección inútil, me agarro los miembros en posición fetal, consciente de que esa abominación avanza hacia mí.

Se está acercando, ya está… ¡Está aquí!, la figura desciende de su altura agachándose, dibuja una mueca sarcástica en su rostro y señala la gruta que continúa en las profundidades. En un alarde de valentía infantil, saco mi navajilla, la agito contra el pecho del gigante y no sirve absolutamente para nada; se acerca tanto a mí que siento un leve cosquilleo en los labios producido por las patas de las moscas que componen la bestia. Me agarra del cuello tan fuerte que los insectos que conforman la palma de su mano, mueren presionados contra mi cuello; siento como son aplastados, es más, oigo ese sonido repugnante que producen sus cuerpos al reventar contra mi piel cerca de la oreja.

Consigue arrastrarme; aún sujeto por el pescuezo, me sostiene en la entrada del agujero. Su risa es pavorosa, y pese a todo lo que he vivido, no consigo tener otra cosa que no sea un desasosiego atroz como si fuese un niño. Me va a soltar, sé que lo va a hacer; juega conmigo: me zarandea, me agita, deja caer, para recogerme inmediatamente después.

—¡Para de una vez, hijo de puta!, las lágrimas de angustia eran inminentes, pronto sentiré mi orín emanar; no puedo más.

—¡Mátame! —Si lo hiciese, aún conservaría un poco de dignidad.

Mis plegarias fueron escuchadas, al despegar, literalmente, su mano, caigo al vacío. De repente, esa nada se metamorfosea en una habitación; un perro pasa por mi lado, me dice que me duerma. Una rata empieza a devorarlo; la criatura negra chilla, ¿qué coño...? Me cuesta andar, no comprendo nada, estoy tan agotado… Hago un esfuerzo, me yergo en el frío mármol. Descalzo, camino hacia lo que parece una puerta, deseoso de salir de aquí o morir de una vez. Voy dejando huellas azabaches por donde paso. Oscilando por el estrecho pasillo, oigo voces en mi cabeza. Las paredes sangran desde el techo; el suelo se desquebraja, abriéndose una gran brecha volcánica de extremo a extremo: caigo de nuevo, pero esta vez pausadamente, en gravedad cero.

Mientras desciendo, veo asomarse en lo alto, apoyado en el límite de la fisura, un varón ciego; sin nariz ni boca, saludando con un muñón mal curado. El lánguido descendimiento se hace interminable. Lidia me agarra de las manos. Colocados ambos en un balcón de ultratumba se me entrega apasionadamente, ¿por qué ocurre todo esto? Mis labios comienzan a arder, la mujer es fuego, ¡fuego! Se abre una segunda fisura en el promontorio, haciéndome caer por tercera vez. ¡Risas! ¡Risas! ¡Oigo risas!, ¡ESTOY HARTO YA! Grito desgañitándome; lleno cada milímetro de espacio con mi voz rotunda y cansada.

En el fondo del abismo pedregoso, tras lo que parece siglos de caída, hay esperándome un hombre de traje negro, alto e imponente. Alarga su mano y la introduce sin piedad en mi pecho abriéndomelo de par en par. Derrama las vísceras en el suelo polvoriento. Me agarra de mis quemados hombros y comienza a golpearme, sus manos cerradas son como mil cuchillas que van desgarrándome.

Sin una sola gota de sangre en el organismo, caigo de bruces pudiendo ver la sonrisa de Ernesto, esta vez soy yo quien con los ojos desorbitados muere dibujándose el dolor en el rostro; él se asoma.

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