martes, 7 de julio de 2015

Descansa (Cap. II)

(II)

En casa de Ernesto desayunan; son gente de costumbres, por lo que resulta sencillo adivinar lo que están haciendo. Una vez sentado a la mesa, comentan temas excluyentes. Sonrío de forma esporádica, cuando no mojo ausente la magdalena rancia en el café. Llega un momento de ensimismamiento tal que les miro y no oigo ni escucho nada salvo graznidos suaves. La visión comienza a fallar: cada rincón a mi alrededor parece idéntico al anterior y tengo la sensación de estar envuelto en una creciente atmósfera sepia, añeja, como de los setenta.

Puede que sea la mezcla del olor a tabaco, el ambientador dulzón y el perfume a granel de ella; la cosa es que me siento..., febril. Los niños se hartan de hablar y se van a dónde no alcanzo a ver. Me pesan los párpados, las formas me llegan empañadas, igual que si mirase a través de un cristal grueso. Vuelven los recuerdos. Sumergido en mi estado, estrujo la magdalena empapada de café con leche, llenándolo todo de una pasta revulsiva y pegajosa.

—Samuel, últimamente estás de un extraño... —Avanza desde donde está sentada a tan solo dos o tres metros de mí. Habla con voz autoritaria y un deje de dulzura simulada.

—Mira cómo te has puesto y cómo has dejado el paño, anda trae que lo limpie. Vete a echarte si quieres.

Lidia es una mujer en continua pugna con el tiempo y su condición económica. Su marido es oficinista además de escritor, de “escritor”. Y ella aun teniendo formación y oportunidad suficiente, nunca quiso ejercer, le pareció más cómodo dedicarse a sus hijos y a ella misma, aparte, por supuesto, de administrar el dinero de su esposo sacando no poca rentabilidad.

En cuanto a mí, sé muy bien cómo me ven: con recelo. Un tipo que se conduce desatinado, de los que tienen algo que hace saltar la alarma de la suspicacia; dejó un jugoso puesto de teniente por trabajar transportando mercancías ganando mucho menos de la mitad y trabajando el doble, y aun habiendo hecho eso, pasa las horas en casa con la única compañía de viejas armas que siguen funcionando; a veces, las monta y desmonta mecánicamente con la vista en vete tú a saber qué, ¿lógica? No, una persona así no puede estar bien de arriba. Bien puede parecer que les culpo por tener esa idea de mí, pero lo cierto es que me trae sin cuidado cómo me vean mientras que me vean…, últimamente necesito que me vean.

Nunca he aguantado a Lidia, su hipocresía junto con su simpatía mal impostada me supera; así que la detengo bruscamente. Le miro y noto que es recíproco. Mis párpados semi caídos y mi expresión adormilada logran ponerla de los nervios, retirándose al fin de mi lado. Me voy sin ver a mi hermano, con los rescoldos de la preocupación que me sobrevino ayer en la noche.  

Hace demasiado calor, no serán más de las once y se ha duplicado el número de grados de la pasada hora. Las chicharras vociferan, el aire se corta con cuchillo y mi cuerpo se va replegando paulatinamente.

Casi no puedo respirar, el camino a mi casa está resultando un verdadero infierno. Mientras voy tambaleándome en mitad de la carretera, mi pié izquierdo se hunde súbitamente hasta la ingle, estupefacto compruebo que el alquitrán es de un líquido denso.

Tardo tanto en reaccionar por la sorpresa que me hundo sin remedio hasta que mi boca cata el repugnante sabor de la brea, retorciéndose del propio asco hasta la última célula de mi cuerpo. Me resistía pero la temperatura ya había hecho mella en mí, agotándome. Poco a poco el pastoso río negro me atrae hacia el fondo. Quiero respirar, pero los pulmones, la nariz, la boca, e incluso los ojos, rebosan alquitrán. Suspiro por salir, pero no puedo moverme, ni siquiera sacar la cabeza; lucho pero no me salen las fuerzas, cada vez estoy más inmerso, definitivamente, he encontrado mi fosa.

Cuando echo hacia atrás la cabeza resignado, topo con algo sólido; rabiando del dolor, consigo dar la vuelta descansando sobre lo que parece una especie de pared. De hecho..., palpo sulfuradamente su superficie, hallando muescas irregulares y aleatorias a las que me pueda agarrar. En mi apego a la vida logro arrancar fuerzas donde no existen consiguiendo sacar al fin la cabeza a la superficie. Cerca de mí tengo una interminable hilera de adoquines culminando esa especie de tabique que noté allá en la negrura.

Estirando el brazo, los tiento con las manos; y repitiendo la acción con el izquierdo, salgo del bache como de un lodazal, cubierto de mugre tóxica.

Una vez fuera corro como un gamo, temo que la calzada se derrita, se caigan las casas, se curven las señales o algo peor, huyo sin descanso, ni veo a dónde me dirijo, aunque tampoco podría, la brea me ha dejado prácticamente ciego.

El aire me rasga la garganta ya inflamada y abocada conmigo a la muerte, el bochorno pesa tanto que elimina mis ansias de velocidad sustituyéndolas por mantenerme medianamente derecho. Desfallezco. Caigo de bruces en el suelo con un estrépito atronador, mi cabeza da de lleno con las baldosas de la calle, tiñéndolas de grana.

Agazapado me frío a fuego lento. Ernesto aparece, no lo veo llegar, tan solo surge. Me levanta del suelo, me sienta en un banco próximo, al que yo, extenuado, nunca habría llegado. Acerca agua a mis labios sangrientos y ennegrecidos. Bebo desesperadamente. Una vez saciado le observo sentado a mi lado, con la botella todavía en la mano, me sonríe. En un ataque de súbita ira, levanto el arma y le asesto un disparo a bocajarro, los ojos desorbitados de la victima dibujan el horror de sus últimos segundos de vida. Me asomo.

—¡Mamá! El tito sigue en el salón.

—¿Durmiendo?

—Sí... Bueno, no, ya no

—Samuel, ¿estás enfermo?, ¿qué te pasa? —Lidia irrumpe de la cocina a la sala donde estoy con un vaso de cristal en una mano y un paño en la otra.

—Te duermes en cualquier lado, se te va la cabeza y tienes la cara de un muerto... ¡Ve al médico de una vez!, mira que te dije que te echases.

—Me encuentro perfectamente.

En realidad sólo he escuchado la última frase de todo lo que ha dicho. Mientras me pongo en pie apoyándome en la mesa, el cerebro da un latigazo, viéndose mi equilibrio considerablemente afectado. Mareado, voy a la puerta; paro en seco volviendo hacia mi cuñada, acababa de recordar el motivo de la visita.

—¿Sabes algo de tu marido?, desde ayer quiero verle. —Su fachada de mujer atenta y educada se turba en cuanto me involucro demasiado en su casa. Hace lo menos tres meses que no vengo, se había acostumbrado.

—No. Me dijo esta mañana que después de la oficina se pasaría por casa de Jorge, un tipo con quien escribe una novela conjunta. Según él va a ser La Obra. — su tono es agnóstico, casi sarcástico. La veo agarrar la silla más cercana y sentarse con resignación para luego mirarme con curiosidad.— ¿Y para qué quieres ver a Ernesto?, ¿necesitas que te preste dinero?

Ahora si la reconozco, ésta es realmente Lidia y no la pusilánime de hace un momento. Yo seguía de pie a dos pasos de la puerta. —No es lo que necesito, ¿tú?

Sonríe con despotismo, manteniendo en todo momento el contacto visual. Esta vez estoy avispado. —Siempre confundiendo términos, aquí somos un matrimonio.

—Ya veo, sí que te lo has montado bien, sí..., tienes a quien sacarle los higadillos con una ventaja extra: irritarle hasta el punto de hacer que no quiera parar en casa ni para un recado, así la tienes toda para ti. Porque, imagino que es eso lo que esperas que pase..., ¿o quizá no? —sus facciones pasan de ser molestas de contemplar, a desagradables por la irritación. Bingo.

—¡Fuera de aquí!, eres un puto asqueroso que sólo busca amargarle la vida a los demás!, ¡vete a tomar por culo y no metas más mierda en mi casa!

—Sigues siendo una histérica. —Llego al portón que da a la calle algo envejecido por el paso de los años, no sin antes volverme hacia ella un pequeño instante. Ahí estaba levantada, con la cara enrojecida, con la cabellera encrespada, fuera de sí. Supongo que me maldice, o eso intenta, porque su vocalización es tan pobre que no logro comprender un sólo fonema. La miro de arriba abajo sin preocuparme por ser sutil.

—Ah, y otra cosa, la próxima vez que discutas con alguien hazte el favor de meter a los niños en una habitación.

Un gesto de saludo cordial, y con Lidia encolerizada hasta el punto que me apetecía, salgo satisfecho a la calle.

 El contraste de mi temperatura corporal con la de mi entorno unido a mi ligero malestar, hizo que vomitase en el primer sitio que pude. Gracias al cielo todo era normal. El asfalto sólido, los pisos asentados sobre sus cimientos..., lo mismo ocurre con la temperatura y la luz, todo perfectamente normal, y yo estoy totalmente despierto, aunque nervioso, muy nervioso.

No paro de darle vueltas a lo mismo: otra vez igual, ¿por qué demonios tengo estas pesadillas?, ¿cuántas veces exactamente se tienen que repetir para que empiece a tomarlas en serio? Qué angustia…, cuando creo que ya para, vuelve otra vez, y peor. Hago memoria por si hay algún tipo de rencor, algo que lo explique, y no encuentro ningún argumento de peso, nada. Ernesto siempre me ha sacado de quicio, pero eso no justifica definitivamente querer matarle. También es posible que la obsesión con el tema me haga tenerlo ahí, fresco… Necesito hablar de esto.

(Continúa...)

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